¡Queremos vivir!

Begoña Ibarra

¿En qué momento perdimos nuestra capacidad de asombro, de vergüenza, de indignación? ¿Cuándo fue que dejamos de latir y nunca más sen­timos el calor de la felicidad ni el frío del miedo? ¿En qué recodo de nuestra semiderruida ciudad fuimos dejando el esqueleto y nos tornamos en mazamorra? ¿Cuándo fue que empezó la cobardía y nos olvidamos de vivir?

Tener como plato fuerte de nuestro diario yantar a la violen­cia, y deglutirla con la abulia e indiferencia que es ya la caracte­rística sobresaliente de los capita­linos, es negar nuestra condición humana. Estamos aceptando que las víctimas de la violencia transi­ten por nuestros días como indi­gestión pasajera. El desayuno con los masacrados ayacuchanos. El almuerzo con las 6, 8 o 10 muje­res y niñas violadas diariamente. La comida con las barricadas po­liciales, las batidas indiscrimina­das y la detención de inocentes y menores. Y la noche… con presa­gios subconscientes y quizás has­ta deseados del holocausto temi­do.

¿En qué momento nos olvida­mos de vivir? ¿O fue que simple­mente cedimos nuestros derechos y nos apoltronamos en la cobar­día? Porque para vivir se necesita ser valiente. Para reconquistar el derecho de llamamos seres huma­nos hay que tener valor. El valor de leer que decenas de personas han sido torturadas y ejecutadas sumariamente y permitir que la indignación nos apriete el corazón, que el ultraje a nuestra dignidad nos aclare la voz, y el instinto de supervivencia nos lleve a la pro­testa, y a la exigencia. A nuestros hijos les estamos legando una maldición. Una eti­queta que dice “país” y que no es más que un pozo insondable de frustración y miseria. Atrevá­monos a vivir. Tengamos la osa­día de cambiar, ahora, porque el plazo se termina.

Digamos que ya nos hartamos de vestir nuestra coraza de cinis­mo para salir a la calle. Que no soportamos más la sombra de la muerte en la cara de los niños. Que nos avergüenza haber ayu­dado a convertir mineros en por­dioseros. Que nuestra decencia se quiebra ante la corrupción, la violencia, la compra-venta de nuestras vidas y -¿por qué no? – de nuestras almas. En algún momento nos olvi­damos de vivir. Retrocedamos en el camino, recojamos nuestros pasos, encontremos nuestra som­bra y juntos, con paciencia de hermanos, ayudémonos a recupe­rar el coraje y entonces decirles a los mercaderes del templo: Hemos recordado que ésta es nues­tra Patria y que éstas son nuestras vidas ¡Fuera! ¡Queremos vivir!

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