Asesinato en la familia

Escribe: Begoña Ibarra

Cuando le rasgaron las enaguas y sus quince años a Georgina Gamboa, cuando uno detrás del otro, seis bestias le oscurecieron su cielo ayacuchano, cuando mancillaron su himen y dejaron inertes sus mus­los violeta violados, supe que ha­bíamos empezado a morir irremediablemente.

Cuando arrastraron a los tres muchachos, indefensos y heridos de sus camas de ese maldito hospital ayacuchano y los acribillaron, vi a la muerte ya en su telaraña instalada cómodamente en la esquina del co­medor.

Hoy han matado a ocho perio­distas, nos han asesinado a ocho hermanos. Fría y calculadamen­te. Les acuchillaron la frente. Les destrozaron el cerebro. Les desaparecieron la boca.

Y tan calculadamente como los asesinaron tomaron las previsiones para que aquí no pasara nada. Contaban con la incondicionalidad del insigne escritor. Con­taban con el ego del Decano de los periodistas. Y como al juris­ta le afloraría su antigua procli­vidad odriísta, porque donde fuego hubo…. Y todo salió a pe­dir de boca. Como estaba previs­to: Todos los matamos, claro que Sendero un poco más. La violencia la genera Sendero. En el Perú, y específicamente en Ayacucho, no existe hambre an­cestral, tuberculosis ancestral, ol­vido ancestral, indiferencia an­cestral. No existe un Presidente esclerótico y asqueantemente frívolo que aplaude las gallardas matanzas de hermanos entre her­manos.

Cuando supe del horroroso mar­tirio de nuestros hermanos sentí lo que casi todos los periodistas -no todos porque Caínes siem­pre existen- sentimos. Nuestra vida jamás volvería a ser la mis­ma.

Entre ayer y hoy se había abier­to una brecha tan honda como la del cráneo de Willy Retto. Tan profunda como la mandíbula destrozada de Eduardo de la Piniella. Tan infranqueable como esas tres cuchilladas que en la frente le penetraron los sesos a Jorge Sedaño.

Nuestra vida ha cambiado por­que tenemos en nuestra mente, en nuestro corazón, en nuestra entraña el drama de un asesina­to en la familia.

Porque ahora hemos tenido que poner ocho asientos más para el desayuno y juntos tomar nuestra dosis diaria de dolor, de horror. De miedo. Y de odio. Porque ahora, agazapada en el rincón de ese comedor, está la muerte mirándonos ominosamente. Finalmente ya sin antifaz nos da su cara de sinchi, de general, de presidente.­

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